Me encuentro en un bucle cíclico
que se repite año tras año. Cómo en una sociedad megalítica, una llamada de un
algún dios cornudo de nombre monosílabo hace que “M” se largue. Cuando cambia
definitivamente el tiempo y el mundo se torna marrón y rojo, amarillo y ocre,
encamina sus pasos allende de los valles y los ríos, más allá del gran puerto
donde descansó un francés. No mira atrás, es una sacerdotisa con mirada turbia
y poseída por un embrujo atávico que no podría describir. Huída en el momento
dónde nuestros jefes se consagran a los dioses de las fotos y del genocidio
moral. En el preciso momento en que se levantan las enormes piras para mostrar
a los clanes de las montañas lo poderosos que somos. Es el momento de los
cientos de sacrificios de animales que nos comeremos en pequeñas raciones
llamadas ancestralmente tapas. Todos los fluidos de esos sacrificios acabarán
ingeridos en una vorágine de fotos, eventos y muestras gratuitas; sangre, leche
materna, carne, tendones…El infierno de las tribus veganas regresa al valle.
Ella, mi señora de la negación
marital, se pierde en la ciudad de los grandes clanes. Allí en el anonimato de
su ser se entrega a ritos que se pasan
de generación en generación familiar. En oscuras cuevas en valles cerrados su
madre se lo traspaso tal cual su abuela hizo con ella. Y ella, mi detestable
ninfa de los ríos, acude fiel a la tradición. Podría bailar desnuda y ebria de
hierbas raras mientras se abandona en una orgia con otras sacerdotisas pero no
es tan bonito e idílico el asunto. Tiene su brebaje ámbar propio y lo hace
rodeado de cientos de persona escuchando al bardo de turno. Este va de negro y lleva gafas de pasta, una
pluma en el bolsillo y una corchea tatuada en el culete por dónde normalmente
pierde el aceite.
Ella acude a la llamada y no mira
atrás. Mi destello rojizo y aroma a suavizante nos abandona en este mundo
cambiante y extraño que se rige por las normas de los jefes escrita en el
sagrado libro o programa. La turba desprovista de voluntad va del gorriti a los
hongos en los momentos estipulados como una marea humana que arrasa tapas,
folletos de propaganda y todo lo relacionado con el dios gratis. A su paso, un
paisaje desolado de papelitos arrugados, palillos y vasos de plástico, me
indica que es el momento de poder pasar.
Me escondo en mi cueva durante
los momentos en la que la turba ciega campa por el pueblo en oleadas
desprovistas de voluntad propia. La marea zombi la llaman los grandes jefes
mientras recuentan votos, almas y voluntades. Luego, cuando cientos de estos
muertos feriantes se retiran a digerir los frutos de la rapiña, me arrastro
hasta el exterior de mi cueva y paseo por lugares familiares que ahora parecen
extraños mientras la espuma de la marea se desplaza errática sin órdenes
escritas. Los hay de todos los clanes. Perro-flautas de luengos truños, dignos
familias de flequillos y permanentes impecables, vistosos pret a porter sumidos
en un turbio y eterno vermouth que empezó a las 9 de la mañana….
Ella, no está. Se fue. Pasó de la
feria y nos abandonó en esta locura de colores y olores, de imposiciones y de
trasiego pedante a la sombra de un puñado de vacas para mayor gloria de los
jefes. Ahora recibo el segundo amanecer zombie con esperanza mientras pienso en
ese resplandor rojo que limpia a su paso. No me toco. Miro el mundo por la
ventana mientras algún zombie madrugador le pega a un adicto al queso en la
esquina para quitarle parte de su gabás. Es peligroso relacionarse con los
yonkis del queso….
Me llamo “R” y soy un
superviviente. Soy aquél que no prueba
el queso. Soy el que hablan en las terrazas entre murmullos que no bebe
muestras. Soy, fui y seré. Soy leyenda.